La bomba nuclear
En el verano de 1994 tuve mi primera oportunidad para comenzar mi carrera de escritor. Un amigo mío me prestó durante el verano de dicho año las llaves de su piso, para que cuidara de él en su prolongada ausencia. Ni corto ni perezoso me llevé mi máquina de escribir, una Olivetti manual, para tener allí mi estudio de escritor. En esa época ya tenía ordenador, pero me pareció mucho más inspirador utilizar la máquina para crear mis relatos y novelas. Luego, con escanear las hojas y pasarles un OCR, listo. El primer día que fui por allí, a instalar la máquina de escribir, me salió, sin pensarlo, el siguiente relato.
No se oía ningún ruido. Tampoco cuando cayó la bomba. El epicentro habría sido al menos a 15 Km. de aquí y los efectos habían sido devastadores. Parte del techo del sótano del centro comercial dónde nos encontrábamos se había derrumbado. Una de las vigas se desplomó de pronto y varios empleados de la sección de charcutería explotaron como sandías bajo el tremendo peso. Nadie se levantó a socorrerles porque tal vez por la excesiva radiación o por el impacto emocional estábamos adormecidos, incapaces de reaccionar ante nada. Quizás sabíamos que todo se habría perdido para siempre y que el destino del hombre era la extinción. Una vez más la historia se repetía.
Sentí una ligera arcada cuando en la parte sur del sótano alguien vomitó. Solo se oía como el líquido pastoso del estómago caía sobre el asfalto del garaje del centro comercial. Algunas otras personas empezaron a su vez a vomitar y alguno de los tropezones de una señora mayor que estaba cerca de mí golpeó ligeramente mis zapatillas deportivas. Sentí mucho asco pero no vomité. Mucha gente empezó a murmurar haciéndose una pregunta ¿y ahora qué?
La respuesta vino sola. Los cuerpos de muchas personas empezaron a cambiar de forma, mutando, se transformaban en un gel vivo de células enfermas, cancerosas. Los menos adquirían formas extrañas y otros formas de animales y personalmente empecé a adquirir una forma ameboide hasta que mi degenerada carne se expandió tanto que alcanzó una terminal de ordenadores que había caído del piso superior en el momento de la explosión y a parte de las piezas de un coche que se había destrozado en el momento que cayeron las vigas. Mi pseudocuerpo empezó a asimilar esa materia extraña y a incorporarla en mi futuro organismo: un asombroso cyborg mutante.
Una vez que la transformación tuvo lugar huí despavorido de aquel sótano de muerte, tal vez por el miedo al rechazo al haberme convertido en un nuevo Frankestein o tal vez porque la amalgama de carne y sangre en la que se habían convertido aquellas criaturas humanas ya lejanas a mi ser me daban pánico y asco.
Pensé que la vida en el exterior sería dura pero ahora ya no era humano y esa era sobre todo una ventaja en un mundo en el que los peligros están creados para criaturas de hueso y músculo y no de silicio y cables. La radiactividad para mí es tan solo una molestia en mi cerebro positrónico en forma de zumbido y que me impide ver de forma clara los objetos con mis cyberojos, cuando selecciono la frecuencia infrarroja.
El primer vistazo a la ciudad calambreó mis resortes mecánicos: la ciudad estaba en gran parte destruida y montículos redondeados ocupaban los lugares de los edificios más altos y resistentes y montículos de escombros los de los más débiles. El asfalto, de una tonalidad amarillenta, era puro chocolate derretido y los coches un amasijo de hierrajos del todo inservibles. Si había cadáveres eran del todo irreconocibles. Por supuesto ningún superviviente deambulaba por las calles. Ni si quiera en forma de zombi. Es probable que la bomba hubiese caído cerca del aeropuerto y base aérea de Matacán. Desde luego la catástrofe había sido total. Exterminación máxima.
Descendí por el borde de la carretera hacia la ciudad ya que la hierba y el barro habían perdido parte de su calor y se podía circular por ellos. La ciudad ya no era tal. Apenas si se reconocía las estructuras de los edificios y mucho menos la del mobiliario urbano, cabinas de teléfonos y postes de la luz. Decidí abandonar la ciudad. Era posible que núcleos importantes de población como Béjar o Ciudad Rodrigo permanecieran bastante intactos puesto que se encontraban a suficiente distancia de posibles puntos de impacto de interés estratégico. Si me dirigiera a algunos de ellos encontraría a “gente”, pero incluso ahora, 45 minutos después de mi total transformación, esa palabra me sonaba ajena, lejana. Había cambiado de forma drástica mi vida y mi destino.
Me senté en un pequeño promontorio que bien podría haber sido un buzón de correos para decidir mi próximo paso porque el resto de la lastimosa ciudad que se presentaba ante mí no me agradaba nada.¿qué hacer cuando tu corazón es metálico y tus ideas programas? Tal vez buscar a alguien como yo y fundar una nación de igualdad, libertad y prosperidad en las ruinas y cenizas de una que no lo fue.